El extremeño, Ricardo Bermejo, gana el Premio Internacional de Poesía Enrique Ríus Zunón con el poemario Ver volver María García Marín Ricardo Bermejo nació en Badajoz en 1961...
Aunque ya sé de antemano que me va a decir no, porque ahora no es oportuno, no porque no lo deseemos ambos, pues a veces la vida no vuelve sobre sus pasos ni enmienda un viejo error, que no sabemos bien quién lo cometió en realidad, porque como canta Serrat: Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio y, como yo escribí hace casi cuatro años, ella es ahora viuda y él está divorciado (es decir yo), han pasado casi cincuenta años y, por fin, son verdaderamente libres de expresar lo que sienten porque no hacen ya daño a nadie, pero también es cierto que no tienen necesidad de obrar como el resto de las parejas, justo porque son libres para no sentirse sujetos a las convenciones de la moral o de la costumbre.
Aunque lo que yo hubiese querido es seguir desde aquel 1974 glorioso de mi adolescencia todos y cada uno de los pasos de una pareja de novios a la vieja usanza, si no hubiese tenido que irme a la vendimia con mis padres de una manera intempestiva, sin decirle a la Mariloli aquel último domingo que ya no nos veríamos el siguiente, aunque eso yo no lo podía saber porque quien mandaba entonces en mi existencia era mi padre, y las cosas ocurrían de un modo abrupto, llegaban los contratos de Francia y tus padres comenzaban a preparar el viaje a la vendimia, aunque no por esto dejabas de coger almendras, porque era la temporada, y un día te enterabas de que a la mañana siguiente cargaríais con una maleta en una mano y una caja en la otra para ir hasta el autobús que nos esperaba muy temprano frente a la fragua del Candelo donde se habrían juntado algunas familias más, cuyo destino era el mismo que el tuyo: subir a un tren especial de vendimiadores en la Estación del Carmen de Murcia, precario, apestoso y sucio que nos llevaría muy lenta e incómodamente hasta aquella Francia de emigrantes con viñas y nostalgia.
Permaneceríamos en esta aventura alrededor de dos meses, en los que tendríamos tiempo de mandarnos un par de cartas, aunque todo había sido tan de repente que yo ni siquiera sabía la dirección de Mariloli, la muchacha con la que había estado saliendo en alguna ocasión aquel mismo verano y de la que me había enamorado de una manera tierna pero impetuosa, de la manera pura y completa con que uno se enamora a los doce años.
El resto yo creo que lo saben todos ustedes porque lo he dejado escrito por ahí, regresé a Moratalla a principios de noviembre y el primer domingo acudí a la llamada de mi corazón, que tantos días había postergado.
Creo que también he contado esto, porque en La Glorieta estaba ella sentada en un banco junto a otro muchacho y yo me quedé de piedra. Ahora sé que durante esos dos meses Mariloli no supo dónde me encontraba yo, porque me había ido sin avisarle como ocurría entonces, y cuando me volvió la sangre a la cabeza, di media vuelta y regresé a mi casa, con lágrimas en los ojos y herido como un zorro al final de una cacería, casi destrozado.
Luego, ya lo sabe todo el mundo porque lo he dejado escrito, cada uno siguió su camino e hizo su vida, atendió a su familia y a sus propias vicisitudes y nunca más volvimos a hablar hasta que en 2021 y la llamé por teléfono e iniciamos una relación que solo podemos tildar de amor porque entre nosotros no existen ni han existido otros intereses salvo el de ese sentimiento.
Han pasado cuarenta años y ahora sí puedo preguntarle libremente delante de todos vosotros, mis lectores de El Noroeste, de su familia, de toda Moratalla y de la comarca entera:
¿Quieres casarte conmigo, Mariloli, o mejor, quieres que envejezcamos juntos muy despacio y permanezcamos el uno junto al otro hasta el último día de nuestra vida?
Mientras, arrodillado, sostengo un anillo de compromiso de oro con un brillante en mi mano, espero tu respuesta.
Pero no tengo prisa, pues he esperado cincuenta años y puedo esperar más.